Es increíble la cantidad
de nazis que hay en
Berlín. Por
supuesto
que no los ves, pero están
ahí, en el Metro, en
Merindham, en la Torre de
Alexanderplatz, en el Kafé
Burger o
sencillamente morfándose un sánguche turco
en Kreuzberg.
Los argentinos que me
encontré en Berlín me dicen "yo no vivo
en Berlín, yo vivo
en Kreuzberg". Están completamente locos.
Kreuzberg será lindo, pero
solo es un barrio. "No, Cucu,
Kreuzberg es nuestra
patria". Los argentinos en el
exterior
están del tomate.
Arruinan la imagen del país.
Argentina es una
fábrica
que expulsa boludos al
mundo.
"Se me exaltaron los átomos, Cucu", me dijo
Josefina
Bertoli, Fundadora
de la Asociación Argentinos
en Berlín. Una
señora gorda
y pituca, que habla alemán
mejor que un alemán;
una
ex vecina de San Isidro que
organiza fiestas argentinas
una
vez al mes.
Y a una de esas fiestas
me invitaron a leer unos
poemas. Había
mate, galletitas de maizena con dulce
de leche; imagínense.
Un
profesor de Rothertman
Akademie les explicaba a
los gringos el
Facundo y les
mostraba fotos añejas de
gauchos. Un salteñito
subía
al escenario y cantaba zambas berretas. Los gringos
se
volvían locos, les encantaba... Me preguntaba qué
carajo pensarían
los alemanes de nosotros con seme
jante espectáculo...
Cada payaso tenía su
espacio en el gran circo de
argentinos en
Berlín.
Yo subí y leí un par de
poemas. Un viejo rockero
con colita, que
había estudiado con Charly, tocó una
canción de Tanguito. El
espectáculo era insoportable. Estábamos haciendo
quedar pésimo al
país.
A pesar de esto debo
confesar que de todos los
argentinos en
Berlín, los
artistas son lo mejorcito.
Los peores son los
Donguis. Esos argentinos
de izquierda,
anticapitalis
tas y bolivarianos que
hablan de Cuba con una
cerveza
en la mano desde
la comodidad europea. Son
tan caraduras, estos
sátrapas, estos militantes universitarios perpetuos, que se
quejan
de la sociedad alemana y viven con una chica
alemana y están
becados
por el Estado alemán.
Hablan de los trabajadores,
¡pero
los descarados no
laburan nunca!
Desgraciadamente en
Alemania todavía hay gente
que les cree, a
estos cínicos
de la culpa.
Estoy por decir que el Che
le hizo un gran mal a
América
procreando a estos
injertos ideológicos que en
lo único que
piensan es en
pasarla bien, meditar, bailar
salsa y por supuesto,
tomar
cerveza. Pero no, el Che no
tiene la culpa.
No sólo nazis hay en
Berlín, sino también locos,
psicópatas,
perversos,
gente que quedó afuera de
todo y nadie se da cuenta.
Me da miedo andar por
Berlín a ciertas horas, en el
Metro, hay
unas caras terribles que me miran.
Pero yo les quiero hablar
de Katharina Eva Meyer
Stop, mi amor
nazi.
Timo Berger me lo advirtió
subrayándomelo en un
mapa: “Cucu,
cuidado por
donde andás, no te metas
en estos barrios, que no
están mezclados, son todos
alemanes y nazis y si te
agarran te van
a hacer chorizo”. Hazle caso a Timo,
perejil.
Por esas cosas del atolondramiento terminé en un
barrio nazi. Me di
cuenta a
las tres cuadras cuando una
pandilla de rubiecietos
con
chetos me miraban feo. Para
protegerme me metí en un
bar del
cual salían retumbando los tambores de una
salsa.
En el centro del barsucho
de nombre Zapata, bailaba
una rubia
demencial, una
especie de Uma Thurman
de 20 pirulos, mejorada.
Con
muchas más tetas,
mucho más culo, el pelo
mucho más largo y
rubio.
Mucho más alta. Mucho más
de todo. Vestía un jeans con
botas negras largas y una
gorra verde intenso con una
inscripción
roja. En el pantalón apretado, en una nalga,
tenía impresada una
esvástica multicolor.
Katharina es la mujer más
fascinante que conocí en mi
vida. Es la
líder de Los
Nuevos Nazis para el
Mundo. Pegamos onda de
inmediato (ella me había
leído) y me propuso sumarme al
movimiento. Le dije
que no podría ser nazi, que
la quería, pero
no iba en mi
naturaleza, que a mí me
gustaban todas y mi secreto
era no discriminar. Y que
era una hijoputez total
matar gente por
lo que
sea. Katharina, al sentirse
rechazada, se paró de la
mesa,
se metió en el baño
y a los diez minutos apareció vestida con el
uniforme
del ejército nazi y un látigo en la mano. No tengo
palabras para decirles la atracción y el julepe que sentí al
verla
a Katharina de uniforme. Son impresionantes la
cantidad de
subjetividades
que puede despertar un
uniforme militar. Supongo
que por eso los usan.
Me agarró de la mano y
me dijo: “Vamos, Cucu,
quiero enseñarte
algo”.
Salimos por la puerta de
atrás, Katharina se veía
expléndida y
excitante.
Nos subimos a una moto
del ejército, original. Me
obligó a ponerme un
casco. Yo iba en una butaquita que tienen estas
motos al costado, en
paralelo. No sé si vieron una
película de guerra, en
donde estas motos aparecen a raudales
volando por
el aire, por una granada...
Bueno, lo único que
importa es Katharina, en moto llegamos a un costado de
un pedazo de
Muro de
Berlín, con casco nazi original y todo, nos besamos
a lo loco. En
el Puente de
Warschauerstrabe. Estuve
a tres besos de volverme
nazi. Este es el fin de las
ideologías, muchachos. El
amor es el
fin de todo.
Entre susurros, Katharina
me decía “Cucu, vamos a
cambiar el mundo, vamos
a plantar árboles para lim
piar el aire;
vamos a meter
presos a todos los empresarios explotadores, vamos
a
devolverles la dignidad a
los inmigrantes mandando
a todos estos
vagos latinoamericanos a plantar
choclos a Florencio Varela;
vamos a
hacer que la
democracia sea realmente
un sistema justo y no una
fachada para que los
poderosos se llenen de
guita”. Ahí, me di
cuenta
de que Katharina sonaba a
Argentina; que los nazis no
hacen
eso y que algo estaba mal.
Como siempre me di
cuenta dos minutos antes,
porque enseguida
sonaron
pitos y sonó un cuarteto de
Rodrigo y los argentinos de
Berlín aparecieron, se corporizaron en medio de mi
transa; me
tiraban papelitos, me abrazaban y me
agradecían por mi
incorporación a la Asociación de
Argentinos Boludos de
Berlín.
(Katharina, resultó
ser una chica de Olivos,
actriz contratada).
No me
volví nazi, pero ahora soy
parte de la Asociación de
Argentinos Boludos en
Berlín.
Berlín está llena de nazis
y locos, pero es una verdadera pena que
Katharina
no exista.
Washington Cucurto