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jueves, 28 de junio de 2012

Mi amor nazi (una de argentinos en Berlín)



Es increíble la cantidad de nazis que hay en Berlín. Por supuesto que no los ves, pero están ahí, en el Metro, en Merindham, en la Torre de Alexanderplatz, en el Kafé Burger o sencillamente morfándose un sánguche turco en Kreuzberg.
Los argentinos que me encontré en Berlín me dicen "yo no vivo en Berlín, yo vivo en Kreuzberg". Están completamente locos. Kreuzberg será lindo, pero solo es un barrio. "No, Cucu, Kreuzberg es nuestra patria". Los argentinos en el exterior están del tomate. Arruinan la imagen del país. Argentina es una fábrica que expulsa boludos al mundo.
"Se me exaltaron los átomos, Cucu", me dijo Josefina Bertoli, Fundadora de la Asociación Argentinos en Berlín. Una señora gorda y pituca, que habla alemán mejor que un alemán; una ex vecina de San Isidro que organiza fiestas argentinas una vez al mes.
Y a una de esas fiestas me invitaron a leer unos poemas. Había mate, galletitas de maizena con dulce de leche; imagínense. Un profesor de Rothertman Akademie les explicaba a los gringos el Facundo y les mostraba fotos añejas de gauchos. Un salteñito subía al escenario y cantaba zambas berretas. Los gringos se volvían locos, les encantaba... Me preguntaba qué carajo pensarían los alemanes de nosotros con seme jante espectáculo...
Cada payaso tenía su espacio en el gran circo de argentinos en Berlín.
Yo subí y leí un par de poemas. Un viejo rockero con colita, que había estudiado con Charly, tocó una canción de Tanguito. El espectáculo era insoportable. Estábamos haciendo quedar pésimo al país.
A pesar de esto debo confesar que de todos los argentinos en Berlín, los artistas son lo mejorcito.
Los peores son los Donguis. Esos argentinos de izquierda, anticapitalis tas y bolivarianos que hablan de Cuba con una cerveza en la mano desde la comodidad europea. Son tan caraduras, estos sátrapas, estos militantes universitarios perpetuos, que se quejan de la sociedad alemana y viven con una chica alemana y están becados por el Estado alemán. Hablan de los trabajadores, ¡pero los descarados no laburan nunca!
Desgraciadamente en Alemania todavía hay gente que les cree, a estos cínicos de la culpa.
Estoy por decir que el Che le hizo un gran mal a América procreando a estos injertos ideológicos que en lo único que piensan es en pasarla bien, meditar, bailar salsa y por supuesto, tomar cerveza. Pero no, el Che no tiene la culpa.
No sólo nazis hay en Berlín, sino también locos, psicópatas, perversos, gente que quedó afuera de todo y nadie se da cuenta. Me da miedo andar por Berlín a ciertas horas, en el Metro, hay unas caras terribles que me miran.
Pero yo les quiero hablar de Katharina Eva Meyer Stop, mi amor nazi.
Timo Berger me lo advirtió subrayándomelo en un mapa: “Cucu, cuidado por donde andás, no te metas en estos barrios, que no están mezclados, son todos alemanes y nazis y si te agarran te van a hacer chorizo”. Hazle caso a Timo, perejil.
Por esas cosas del atolondramiento terminé en un barrio nazi. Me di cuenta a las tres cuadras cuando una pandilla de rubiecietos con chetos me miraban feo. Para protegerme me metí en un bar del cual salían retumbando los tambores de una salsa.
En el centro del barsucho de nombre Zapata, bailaba una rubia demencial, una especie de Uma Thurman de 20 pirulos, mejorada. Con muchas más tetas, mucho más culo, el pelo mucho más largo y rubio. Mucho más alta. Mucho más de todo. Vestía un jeans con botas negras largas y una gorra verde intenso con una inscripción roja. En el pantalón apretado, en una nalga, tenía impresada una esvástica multicolor.
Katharina es la mujer más fascinante que conocí en mi vida. Es la líder de Los Nuevos Nazis para el Mundo. Pegamos onda de inmediato (ella me había leído) y me propuso sumarme al movimiento. Le dije que no podría ser nazi, que la quería, pero no iba en mi naturaleza, que a mí me gustaban todas y mi secreto era no discriminar. Y que era una hijoputez total matar gente por lo que sea. Katharina, al sentirse rechazada, se paró de la mesa, se metió en el baño y a los diez minutos apareció vestida con el uniforme del ejército nazi y un látigo en la mano. No tengo palabras para decirles la atracción y el julepe que sentí al verla a Katharina de uniforme. Son impresionantes la cantidad de subjetividades que puede despertar un uniforme militar. Supongo que por eso los usan.
Me agarró de la mano y me dijo: “Vamos, Cucu, quiero enseñarte algo”.
Salimos por la puerta de atrás, Katharina se veía expléndida y excitante. Nos subimos a una moto del ejército, original. Me obligó a ponerme un
casco. Yo iba en una butaquita que tienen estas motos al costado, en paralelo. No sé si vieron una
película de guerra, en donde estas motos aparecen a raudales volando por el aire, por una granada... Bueno, lo único que importa es Katharina, en moto llegamos a un costado de un pedazo de Muro de
Berlín, con casco nazi original y todo, nos besamos a lo loco. En el Puente de Warschauerstrabe. Estuve a tres besos de volverme nazi. Este es el fin de las ideologías, muchachos. El amor es el fin de todo. Entre susurros, Katharina me decía “Cucu, vamos a cambiar el mundo, vamos a plantar árboles para lim piar el aire; vamos a meter presos a todos los empresarios explotadores, vamos a devolverles la dignidad a los inmigrantes mandando a todos estos vagos latinoamericanos a plantar choclos a Florencio Varela; vamos a hacer que la democracia sea realmente un sistema justo y no una fachada para que los poderosos se llenen de guita”. Ahí, me di cuenta de que Katharina sonaba a Argentina; que los nazis no hacen eso y que algo estaba mal.
Como siempre me di cuenta dos minutos antes, porque enseguida sonaron pitos y sonó un cuarteto de Rodrigo y los argentinos de Berlín aparecieron, se corporizaron en medio de mi transa; me tiraban papelitos, me abrazaban y me agradecían por mi incorporación a la Asociación de Argentinos Boludos de Berlín. (Katharina, resultó ser una chica de Olivos, actriz contratada). No me volví nazi, pero ahora soy parte de la Asociación de Argentinos Boludos en Berlín.
Berlín está llena de nazis y locos, pero es una verdadera pena que Katharina no exista.


Washington Cucurto

Los poemas de amor son una mierda.

La amo cuando se sienta frente al piano, la amo cuando apoya su cabeza en mis hombros y con su respiración marca el tiempo con el que sonrío...